Emile Nadra, el hombre que espera, morirá con las manos vacías. Las últimas fotos retratan a Nadra con iris acuosos y gesto casi suplicante. Todas las fichas fueron jugadas y el crupier, más de feria que de casino, se ha dado a la fuga. Nadra mira a la cámara y sus ojos dictan una novela del engaño. Narra, una y otra vez, a quien quiera oírlo, con lujo de detalles, la trama de una estafa.

Hace tres años -octubre de 2019- cuando de una pandemia apenas hablaban las distopías, Emile Nadra se rinde ante la evidencia y fallece, casi centenario, en Buenos Aires. Tres décadas antes, en 1989, la Corte Suprema no sólo le había dado la razón; también precisó que el Estado nacional debía pagarle una fortuna indemnizatoria por haberlo despojado de sus ingenios. ¿Cuánto? Millones de pesos/dólares. Muchos millones.

Emile Nadra, el hombre que espera, muere enredado en una telaraña procesal. No es un santo ni un demonio, más bien un engranaje de la más compleja partida de ajedrez disputada en Tucumán: esa en la que las piezas no están hechas de madera ni de marfil, sino de azúcar.

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Para las nuevas generaciones una ballenita no puede ser otra cosa que una ballena bebé. O una ballena chiquita. Difícil que sepan sobre aquellos palitos de plástico (los más comunes) o de metal (una paquetería) que se insertaban en el cuello de las camisas para mantenerlos rectos. Eso eran las ballenitas -que no han desaparecido, más bien han seguido otros ciclos de la moda-. Las ballenitas, como las hojas de afeitar, se vendían al paso. José Ber Gelbard, prototipo del cuenténik, recorría las calles tucumanas munido de su arsenal de ballenitas y corbatas. Y un día, en la vieja confitería El Molino, mientras ofrecía su mercadería, conoció al joven Emile Nadra. La historia rebosa de detalles pintorescos y, a la vez, determinantes. A la vuelta de los años, Nadra y Gelbard devendrían socios e industriales azucareros.

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- De Siria llegó a Tucumán Nallib Nadra, padre de Emile. La de Nallib es una saga en sí misma, merecedora de capítulos propios e independientes. Comerciar es el verbo que conjugaba a diario Nallib y transitando ese camino se hizo un nombre como consignatario de azúcar. La llave que abrió para los Nadra el corazón del negocio la proporcionó Juan B. Terán, quien además de darse tiempo para crear la UNT y de pertenecer a la sucroaristrocacia vernácula -propiedad familiar del ingenio Santa Bárbara mediante-, era el abogado de Nallib. Emile aprendió desde muy joven en qué consistía el juego.

- Y de Polonia había llegado Gelbard, en los papeles un inmigrante judío más que escapaba del hambre y de los pogroms. Desde la venta callejera de ballenitas, Gelbard siguió el patrón del self-made man y el primer peronismo asistió a su transformación en empresario. Campeón mundial de las relaciones públicas, Gelbard fue depositando huevos en todas las canastas imaginables. Uno de esos nidos que supo explorar fue el del Grupo Tornquist. Manejando información reservada, como marca el ABC del negocio, Gelbard supo de antemano que el imperio Tornquist pondría a la venta sus ingenios. Tenía un plan y tenía un socio, al que había conocido muchos años antes en la confitería El Molino.

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Por culpa de haber nacido un par de milenios antes, Plutarco perdió la oportunidad de sumar en sus “Vidas paralelas” a Clodomiro Hileret y a Ernesto Tornquist. Hileret y Tornquist se detestaban, aunque jamás confesarían que, a la vez, se admiraban. Mientras Hileret hacía de Santa Ana la fábrica más grande de Sudamérica, Tornquist creaba en 1892 la Compañía Azucarera Tucumana (CAT), paraguas bajo el que se cobijaban cuatro ingenios: La Trinidad, La Florida, Nueva Baviera y Lastenia. Durante más de 15 años Hileret y Tornquist libraron una de las tantas guerras del azúcar que registra el Tucumán de principios del siglo XX. Tornquist falleció en 1908 tras fundar uno de los conglomerados económicos más poderosos de América Latina. El de Hileret fue un triunfo pírrico en ese sentido: vio caer al archienemigo pero para sobrevivirlo sólo durante unos pocos meses: murió en 1909. Mientras Santa Ana se derrumbaba, la CAT siguió su curso durante décadas, hasta que el imperio Tornquist olió la sangre de una debacle económico-financiera y decidió ir desprendiéndose de sus operaciones azucareras en Tucumán. También manejaba información de primera mano, de las entrañas del Ministerio de Hacienda que encabezaba Álvaro Alsogaray. El Grupo vendió primero la tierra; después encontró compradores para los ingenios: Nadra, Gelbard y un tercer socio, Simón Duschatzky.

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Desenredar la madeja de los 60 requiere de un estudio que, por más meticuloso que resulte, siempre dejará hendijas por las que escapa la información. Es como el sudario que Penélope tejía y destejía para su suegro Laertes, un eterno volver a empezar hasta detenerse en la misma encrucijada. Hay una CAT precierre de ingenios, de la que Gelbard y Duschatzky terminan alejándose, dejando a Nadra como accionista principal. Y hay una CAT posterior al hachazo que la dictadura de Juan Carlos Onganía le propina al aparato productivo tucumano en 1966. A Nadra le cabe un rol activo; va y viene sobre el escenario, negocia aquí y allá, denuncia y opera a la vez. En el camino incorpora otro ingenio al esquema, el Santa Rosa. Tucumán es un caldero en el que multitud de cocineros meten mano. Onganía y su gente necesitan hacer control de daños, ordenar algo del caos que desataron, barrer bajo la alfombra el rosario de mala praxis en el que han incurrido. La crisis tiene ganadores -con los jujeños de Ledesma y sus socios tucumanos a la cabeza- y perdedores: ingenios que bajaron la persiana y ya no volverán a moler. ¿Y la CAT? ¿Qué pasa con la CAT de Emile Nadra?

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Dos sólidas investigaciones demuestran cómo la CAT, en tiempos de Gelbard, había financiado al Partido Comunista (PC). Una es la excepcional biografía de Gelbard que firmó María Seoane (“El burgués maldito”). Otra pertenece a Isidoro Gilbert (“El oro de Moscú”). Dirigente histórico del PC fue Fernando Nadra, hermano de Emile, fallecido en 1995. De esta arista de la historia de la CAT nunca se hizo cargo Emile, como de otra mucho más dramática para el quehacer tucumano: el definitivo cierre de los ingenios Lastenia y Nueva Baviera. Temas que para el discurso de Nadra fueron siempre tabú y a los que aludió en forma obligada y a la defensiva. Deslindando culpas que sin dudas le correspondían. Sí, Nadra fue una víctima del sistema, pero en el relato no cabe exculparlo de las entradas en las que debió vestirse de victimario.

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La Trinidad, La Florida y Santa Rosa habían sido intervenidos por el onganiato en 1966. En 1970, la dictadura decreta que los ingenios son empresas de interés público y al año siguiente se concreta la expropiación de las tres fábricas de la CAT. En el medio, Nadra afronta batallas judiciales: le caen acusaciones desde diversos frentes. Pero si lo sucedido durante esos nueve años, desde la adquisición de la compañía al Grupo Tornquist, había sido un proceso laberíntico, de aquí en adelante Kafka palidecería ante el aluvión burocrático que se desata. Es el inicio de un camino sinuoso en el que Nadra aparece con títulos rimbombantes en los medios para esfumarse luego en la bruma de los despachos oficiales. Hasta que en 1973, las vueltas de la vida, Juan Domingo Perón inaugura su tercera y efímera presidencia designando ministro de Economía a un tal José Ber Gelbard.

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La ilusión de Nadra -recuperar los ingenios- se evapora al calor de la política de su ex socio, una suerte de a Dios rogando y con el mazo dando que culminará en un rotundo fracaso. Perón creyó ver en Gelbard la punta de lanza de una buguesía nacional, accionada desde la Confederación General Económica que el propio Gelbard había promovido. Pero Perón ya no es el todopoderoso “Pocho” de los 40/50 ni el titiritero de Puerta de Hierro. Este Perón, que ha regresado para morir en la Argentina, es el “león herbívoro”. Simplemente, “El Viejo”. El poder se licúa en la Argentina de los 70 con la misma velocidad que los reclamos de Nadra. Hasta que en 1976 todo es oscuridad. Gelbard, radicado en Estados Unidos, morirá al año siguiente.

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Hay ganadores y perdedores en la rueda del azúcar. Hubo quienes cobraron indemnizaciones fabulosas por las tropelías derivadas del onganiato y hubo quienes, como Emile Nadra, aguardaron en vano. La familia García Fernández también tiene mucho que contar en este sentido. El fallo de la Corte, en 1989, es inapelable: por haber despojado a Nadra de sus ingenios (“una ilegítima confiscación”) el Estado debe pagarle. A valores de octubre de 2019, cuando un Nadra de 98 años se resigna ante la exhalación final, son 350 millones de pesos. Tres décadas se ha prolongado esa vana espera, tres décadas pintadas con toda clase de matices. Uno de ellos, polémico, envuelve al Gobierno de Antonio Bussi en 1996 y deriva en un escándalo institucional y posterior juicio a la Provincia. Uno de los tantos spin-offs de esta serie que también es digno de su propio desarrollo.

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Emile Nadra, el hombre que espera, mira a la cámara y en cierta forma se adivina en esa expresión un destino fatídico. Reclama, expone, detalla sus peripecias con extraordinaria y nonagenaria lucidez. Pero da la impresión, viendo a ese hombre batallar desde un pequeño departamento en el porteño barrio de Belgrano, que no habrá salida posible. Al menos para él. “Un peregrinaje”; así definió Marisa Gallego el camino de Nadra en el libro (“Azúcar y política”) que le dedicó al caso. Peregrinaje en el que el azúcar, en lugar de dulzura, terminó impregnando todo del más amargo sabor.